“Las travesuras de la niña mala”

Mario Vargas Llosa, peruano, nacido en 1936 (eso lo acabo de leer en la contraportada de la novela que acabo de terminar, no es que yo sea un genio literario—es decir, sí lo soy, pero ajá), acaba de ser galardonado con el Premio Nóbel de Literatura. “Acaba” el año pasado. Lo único que me desagrada de ese otorgamiento es que no fue a mí, pero bueno, apenas empiece a escribir mi obra maestra, Suecia se dará cuenta de que me lo merezco. Creo. Espero.

Mucho se ha dicho de por qué Vargas Llosa se gana el Nóbel apenas ahora, tan “tarde” en su carrera. Algunos dicen que por cuestiones políticas (leyendo aun sus más míseros y aburridos cuentos, es muy poco sutil su prosa rebelde y acusadora del mal gobierno, sentimiento compartido por muchos de sus compatriotas durante las épocas de su crítica), algunos dicen que por cuestiones culturales (la literatura latinoamericana está contagiada de nuestra esencia, y eso se nos ha criticado mucho: que nuestra escritura no es universal sino bastante local, y que para entendernos hay que conocernos y querernos); pero bueno, el punto es que el preciado Nóbel ya es de él. Me pregunto si sería un “preciado” Nóbel, o ese tinte emocional se lo pongo yo, porque es algo con lo que he soñado desde 1999 (¿o antes?). O, será más bien que, cuando uno ya llega al nivel de García Márquez, Saramago, Vargas Llosa, ya a uno esas pequeñeces, esos premios internacionales, esas menciones que inmortalizan, no le importan de a mucho porque durante la propia carrera uno ha llegado a apreciarse como escritor lo suficiente para que un premio más—o un premio menos—no quite ni ponga demasiado…

Mi primera vez con Vargas Llosa fue igual a mi primera vez con Coelho: triste, deprimente, larga, aburrida, sin punto. Pero, a diferencia de Coelho, descubrir a Vargas Llosa por placer a mis casi 23-por-quinta-vez-años me permitió conocer al genio y gran merecedor de ese y todos los premios. Ahora lo que me preocupa es que no sé en qué orden van mis autores preferidos: ¿García Márquez, Saramago, Vargas Llosa, Faulkner? Son esos 4, pero tiene que haber uno que me guste más que los otros; y tiene que haber uno que me guste menos que los otros. Siempre tiene que haber uno más y uno menos. ¿No? Pero bueno, el punto es que Vargas Llosa, aparte de ser laureado con el Nóbel, ahora tiene el placer—en vida, igual que García Márquez y Saramago (lo cual, lastimosamente pero no por mi culpa, no fue el caso de Faulkner)—de entrar en mi lista de escritores predilectos. Enhorabuena, Maestro Vargas Llosa. Estoy segura que, si se encuentra leyendo este Blog, se sentirá más complacido con esta inclusión que con su muy merecido Nóbel.

“Las travesuras de la niña mala”, publicada en el 2006, es una novela de 375 páginas (es decir, de nuevo, 3 días de lectura—pero, para mi sorpresa, fueron 260 páginas las leídas en el día 2) que no invita a mucho en el primer capítulo. Se siente uno como perdido, como sin entender de qué se trata el cuento. Obviamente se trata de un tipo—Ricardo Somocurcio, conocemos su nombre después de varias hojas—y de la niña mala. Eso se sabe nada más leyendo el título del libro. Si no se conoce Lima, como es mi caso, hay ciertos detalles que se pierden: los nombres de las calles, de los barrios, de los sitios in de la época. Ah, eso es lo otro: si no se ha nacido en la Lima de mil-novecientos-treinta-y-algo, hay muchas cosas culturales que tampoco se entienden: los chistes de la época, la cultura, la educación, la ropa, la música. Pero bueno, eventualmente termina ese eterno capítulo que fija todo el ambiente para el resto de la novela. En retrospectiva, es un excelente inicio. Lástima que toque cerrar el libro para darse cuenta de ello. A veces es necesario hacer recuentos de ese tipo para que el lector pueda sumergirse por completo en el mundo de la novela: la verdad sí, sí me sentí por un momento como una peruanita más en el barrio Miraflores de la Lima de principios del siglo XX.

Conocer a Ricardo Somocurcio—pero conocerlo de verdad, entenderlo, quererlo y odiarlo al mismo tiempo—no es difícil. Tiene un sólo sueño y objetivo en la vida, uno solito: Vivir en París. No tiene claro qué quiere hacer en París, me refiero a una profesión o a alguna vocación; nada más quiere vivir en París. Ya de entrada me sentí totalmente identificada con Ricardito, el niño bueno. Sin querer contar mucho de la novela para no estropearla para los que la quieran leer (y la recomiendo con el mismo énfasis y amor con el que recomiendo “Del Amor Y Otros Demonios” y “Las Intermitencias de la Muerte”), Ricardito se encuentra viviendo su sueño alrededor de sus 20 años. Me siento muy identificada con él: ¿Qué hace uno cuando se encuentra, demasiado joven, haciendo exactamente lo que quiere hacer el resto de su vida? Algunos podrían simplemente vivir su sueño una y otra vez, día tras día, hasta, uf, los 80 años (caso de Ricardo, aunque creo que se demora más en morirse…). Pero no sé, yo creo que cuando uno cumple un sueño, temprano o tarde, tiene que dar camino a otro sueño, ¿no? Eso, o no estaba soñando demasiado grande.

Creo, como Ricardo, que a veces uno tiene sueños incompletos, o difíciles de explicar. Ricardo terminó haciendo exactamente lo que le gustaba, exactamente como le gustaba, y exactamente donde le gustaba. Para dar mejor claridad a mi comparación: Ricardo era traductor free lance en París. (Es decir, Ricardo es yo. Pero hombre. Y, bueno, un poquito mayor que yo. Y en París, no en Kiel. Y habla ruso y no alemán. Pero por todo lo demás, es yo.) El problema es que el niño bueno nunca miró más allá de ese sueño. Ni siquiera había pensado dónde se quería morir—porque eso es otra cosa, ¿no? Una cosa es dónde vivir, y otra muy diferente es dónde morir.

Obviamente Vargas Llosa me ha puesto a pensar. He ahí la verdadera magia, el verdadero genio de un escritor: lograr una historia tan clara, tan precisa, tan exacta, que se logre adaptar a cualquier persona, en cualquier lugar, en cualquier momento. Vargas Llosa me llegó al alma con su novela y me hizo cuestionar muchas cosas que yo tenía por ciertas e incambiables.

La novela fluye con una facilidad exquisita. Además de eso, aunque no soy una experta en temas de historia, una pequeña búsqueda en Internet me permitió darme cuenta de que como novela histórica no está nada mal. No me refiero a que sea un texto histórico, sino a que la cronología que sigue es casi perfecta, obviamente mezclando personajes reales con ficticios para poder dar color a la historia (léase “historia” como cuento y como sucesión de hechos antiguos).

La novela toma lugar en Lima, en París, pequeños apartes en Viena, en Estocolmo, en Bruselas, en Alejandría, de nuevo en París, en Londres, otros apartes en otras ciudades europeas, otra vez en París, en Tokio, otra vez en Lima, y finalmente en Madrid. Bueno, se acaba en alguna parte de Francia, no en Madrid. Hay que tener o muy buen acceso y conocimiento de Google Maps y Google Street View para poder dar tanto detalle de todas las ciudades, o hay que haberlas conocido, haberlas vivido, haberlas saboreado. Es impresionante, cada vez que Ricardo Somocurcio vuelve a París, notar el cambio de la ciudad, notar el cambio de la época, notar el cambio de régimen, de condición socio-económica, cultural. Necesito viajar más para poder escribir como él.

La llegada y salida de personas secundarias dan al personaje de Ricardo mucha más credibilidad, y ayudan a que la obra fluya con perspectivas ajenas a las del niño bueno, a quien aún conociendo a fondo, no dejamos de descubrir en cada uno de los 7 capítulos. La niña mala da vueltas por todo el libro, claro, pero la historia no se trata de ella—se trata de él. Y de cómo la ama.

Ricardo es un idiota a veces, y lo odio. Pero Ricardo es un genio a veces, y lo amo. Ese es el verdadero éxito del cuento de Vargas Llosa: que siento a Ricardo como una persona, como un amigo, como un ser cercano a mí a quien a veces quiero abrazar y a quien a veces quiero abofetear. Pocos personajes son tan reales como éste. No es el caso de los Buendía de García Márquez, porque nunca llegamos realmente a conocer a ninguno lo suficiente como para quererlo u odiarlo; y tampoco es el caso de ninguno de los personajes de Saramago, porque con él lo que cuenta es el cuento, no los personajes. Y cada uno tiene su valor y su necesidad—es decir, no por nada son mis preferidos, ¿no? Pero la cercanía que Vargas Llosa crea entre el personaje y el lector es algo que no había conocido antes. Y me encanta.

Me encanta el final. Es, creo, lo mejor de la novela. Y es el final que todos esperamos, el final que desde que conocemos a la niña mala sabemos va a ocurrir. No hay otro final posible. Pero, a diferencia de las novelas de amor, donde todos conocemos el final, a diferencia de Harry Potter y de Edward Cullen, este final llegó inesperado, como esa visita que todos sabemos que ya viene, que ya llega, pero que con su intempestividad sorprende y cautiva.

No es una tragedia. No es una comedia. No es un romance. No es un cuento erótico. Pero lo es todo. Es simplemente genialidad pura plasmada en prosa a lo largo de 375 páginas. Es brillante en su simplicidad, pero compleja en su trivialidad. Es una historia real, intémpore, inmarcesible: podría pasar en cualquier momento, en cualquier país, a cualquier persona.

Vargas Llosa es un genio. Me felicito por haberlo leído. Mi enorme gratitud a Fede (¡viva México, cabrones!) por la herencia, y a PS3 por entretener a Honey durante un domingo gris de lectura.

Recomiendo a Vargas Llosa como lectura obligada para el 2011. Y a Saramago. Y a García Márquez. Y a Faulkner. Y si no lo ha dicho ya alguien antes, lo digo entonces yo ahora: Cuando tengas preguntas, por claras y superfluas, o por oscuras y complejas que sean, lee un libro. La literatura siempre te dará una respuesta.

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